lunes, 5 de diciembre de 2011

HOMILIA DE MONSEÑOR FELIPE AGUIRRE FRANCO EN LA SANTA MISA PO EL DIA DE LA BAHIA DE SANTA LUCIA 2005


Reflexión
13 de diciembre de 2005


SANTA LUCÍA, VIRGEN Y MÁRTIR (AÑO 304)


+ Felipe Aguirre Franco
Arzobispo de Acapulco

Este nombre significa “la que luce” “Mujer de luz”. Representa para nosotros un recuerdo de luz a través de los siglos, a pesar de los escasos datos históricos que poseemos acerca de la santa de hoy. Las noticias sobre su vida nos han llegado mezcladas con piadosas leyendas. Pero ciertamente nos consta históricamente que fue Virgen y mártir. Desde la Edad Media es invocada como la patrona de la vista, sea para males de los ojos, sea para curar la ceguera espiritual.

La existencia de la santa es evidentemente histórica. Su fiesta, como mártir, se menciona ya en una inscripción de las catacumbas de San Juan, en Siracusa, que se remonta aproximadamente al año 400. En esa ciudad se encuentra también una Iglesia en su honor en el lugar donde, según la tradición, sufrió el martirio durante la persecución de Diocleciano.

En el Canon romano figura su nombre entre las mujeres mártires más veneradas de la Iglesia primitiva. Sus reliquias fueron trasladadas a Constantinopla y de allí fueron llevadas, en parte, por los caballeros de las cruzadas en el siglo XI a Venecia, en donde son bien conocidos los cánticos populares en honor de Santa Lucía. La vida y muerte de esta virgen y mártir arroja rayos de luz sobre las tinieblas de un paganismo decadente: es la luz de Cristo resucitado, Vencedor del pecado y de la muerte. Por eso, Santa Lucía es un verdadero faro de luz, que ilumina los mares tempestuosos del mundo.


Lucía, como lo cuentan sus biógrafos, pertenecía a una rica familia de Siracusa. La madre, Eutiquia, cuando quedó viuda, quería hacer casar a la hija con un joven paisano. Lucía que había hecho voto de virginidad por amor a Cristo, obtuvo que se aplazara la boda, entre otras cosas porque la madre enfermó gravemente. Devota de Santa Agueda, la mártir de Catania que había vivido medio siglo antes, quiso llevar a la madre enferma a la tumba de la santa. De esta peregrinación la madre regresó completamente curada y por eso le permitió a la hija que siguiera el camino que deseaba, permitiéndole dar a los pobres de la ciudad su rica dote.

El novio rechazado se vengó acusando a Lucía ante el procónsul Pascasio por ser ella cristiana. Amenazada de ser llevada a un burdel para que saliera contaminada, Lucía le dio una sabia respuesta al procónsul: “El cuerpo queda contaminado solamente si el alma consciente”. El procónsul quiso pasar de las amenazas a los hechos, pero el cuerpo de Lucía se puso tan pesado que más de diez hombres no lograron moverla ni un palmo. Un golpe de espada terminó con la larga serie de torturas, pero aún con la garganta cortada la joven siguió exhortando a los fieles para que antepusieran los deberes para con Dios a los de las criaturas; hasta cuando los compañeros de fe, que estaban a su alrededor, sellaron su conmovedor testimonio con la palabra “Amén”. Muere en Siracusa, Sicilia, Italia, en el tiempo de la sangrienta persecución desatada por el emperador Dioclesiano, en el año de 304.



Quiero seguir citando, como en otras ocasiones, al escritor, poeta e historiador acapulqueño, Alejandro Gómez Maganda, para asomarnos al pasado, tal como lo describe su admirable pluma y así convertir sus hermosas alegorías y adecuados epítetos en un sonoro Cántico de las Criaturas. Dice así al describir al Acapulco de aquellos años:

Adquieren en estos lugares sus habitantes, nacidos a inmediaciones del bosque, la profundidad de la selva; los secretos del viento y un amor de por vida, que centralizan los astros y las montañas. Los subyuga el cosmos y el firmamento les da la placidez del éxtasis; el sentido de lo infinito, el ritmo de las estrellas y de los astros, encadenados a las omnipotentes fuerzas de la gravitación universal.

A través de los años, bañáronse en charcos de silencio, en islas de soledad o en maravillosas áureas. Despertaron sus potencias al golpe de la ola, el conjuro del viento que se arracha en huracanes, liberticidas, porque violentan las leyes naturales en un afán insatisfecho de abrevar las distancias. Entre un chocar de anhelos inauditos. Inhibidos ante lo urbano que temen o desdeñan, porque ellos aman el rugir alucinante de las tormentas y la clemente armonía de los aguaceros.

Sus propias imágenes pueblerinas que influyen en un sentido místico, son toscas como los santones de vidriosa mirada e hirsutas cabelleras. Cruces forjadas con hachas campesinas con interés cristiano pero sin la armonía de la forma, al margen de la estética porque sólo intuyen el símbolo sin escrúpulos de belleza alguna. Imaginería angustiada, que procrea vírgenes de olorosos cedros o sañudos cristos; de rezumantes heridas y de airadas cabelleras que reiteran la iracundia o el abandono.

De la parva iglesia dominguera, con capellán y estrenos que trascendían a cedrón o a ocotales de familiar ambrosía, la gente amaba el silencioso éxtasis de los ordinarios días, cuando la parroquia fingía una isla de soledad; con la tónica de sus campanas y el revuelo de sus esquilones en vértigo. Alegría en bronce para las vísperas y las misas feriadas, en los fulgentes jubileos y fiestas de guardar; pero en un sordo tremar, para los sufragios cotidianos con premiosa comunión, y el clérigo, que parecía flotar con sus viejas casullas y estolas deshiladas con la ausencia de perfumadas resinas en el solemne incensario.

A las misas rezadas, las piadosas mujeres iban siempre a menudo paso, como ingrávidas en las soñolientas aceras, sobre las que los gallos quiebran sus matinales saludos. Con la fresca, poblada de familiares resonancias que meten muy hondo una ansia incontenible de vivir. (Un Pájaro Canta en lo Alto).



Estamos en mil novecientos diez y, el Alcalde, don Nicolás Uruñuela, de bastón solemne; baja los escalones de una de las dos escaleras que conducen a las oficinas municipales, instaladas en el viejo Convento de San Francisco, donde Antonio Pintos, Samuel Muñúzuri y otros jerarcas, como el doctor Butrón, de este breve Acapulco, también han despachado los asuntos de la ciudad, en sus respectivos períodos de gobierno.

Hace un tibio calor, oreado por la brisa que viene de la bocana y que, de flanco y por la espalda, llega en rachas refrescantes por las abras de Mozimba y la Quebrada; mandadas a ejecutar en los apacibles tiempos coloniales, para amenguar la ardiente temperatura de este antiguo puerto de los galeones, que otrora eran recibidos con la apertura de la feria anual, para esparcimiento de marinos y mercaderes, que en diligencias o conductas, llegaban desde la muy noble y leal ciudad de México. En una época de presuntuosos virreyes y aterciopelados arzobispos.

Pero ahora, en este cálido fin de año, en que comenzamos a recorrer el Puerto delicioso, el pueblo bulle inquieto por el antiguo mercado municipal, aquí, a unos cuantos metros de este jardín o zócalo, con palmas datileras de prestancias africanas. Con crotos policromos, tulipanes, acacias berthas, “reunión de señoritas” nomeolvides, azucenas, alelíes, geranios, lirios y resedá; que a la sombra opulenta de los mangos, saturan de perfumadas esencias la noche diamantina de Acapulco.

El kiosco de evocaciones chinescas, pronto se inundará de músicas para la serenata de rigor; en tanto las de viento, atruenan por los barrios del Puerto: Tlacopanocha, El Rincón, La Playa, Petaquillas, El Pozo de la Nación, La Cuerería, El Chorrillo, El Teconche, La Guinea, El Hueso, El Catire, La Adobería, La Poza, La Pocita, Los Tepetates, La Quebrada y la Crucita, hasta llegar al centro, donde alumbrados por hachones y refino, moros y cristianos en la danza tradicional, bailarán hasta el amanecer, mientras los del Chile Frito, tocarán a destajo sus instrumentos de aliento, por veinte reales la noche y una damajuana de mezcal. Hay ya algunas músicas de viento en la ciudad, venidas de Santa Cruz, Pueblo Nuevo, Tixtlancingo y Agua del Perro.

Pero salgamos a nuestro recorrido, amigo mío, que este día de diciembre, está muriendo entre nubes redondas y arreboladas, que no impiden la diafanidad del cielo intensamente azul.

Pasada la Quebrada, que usted sabe, fue donde en tiempos coloniales se trazó el abra bienhechora, al igual que la de Mozimba, llamada hoy del Corte Grande, refrescando así la tórrida temperatura que Acapulco padecía, se llega a la Prietilla, casi al arribar al Potrerillo donde se encuentra la Piedra del Mono, muy cerca del Fortín de Alvarez y el cerro de La Mira, desde donde, el mirero don Chano escarba los horizontes con un modesto telescopio y, al descubrir algún navío con proa a nuestra bahía, entona con las del Galerón un diálogo de campanas. A inmediaciones, se encuentra la Frente del Diablo, de siniestra memoria y finalmente, Pie de la Cuesta, con la exhuberancia de sus palmares que se asoman en un verde lujurioso a la Laguna de Coyuca, poblada de aves bulliciosas: Garzas morenas de pulmones níveos con tonalidades rosicler, patos en bandadas que se asientan entre la flora acuática; corcochos, zarcetas, pichiches, aguilillas revoltosas, torcazas de lánguidos zureos, buzos, urracas malditas, pericos ruidosos, cotorras de esmeralda, gavilanes dibujantes de círculos aéreos, alcatraces o garzones de vuelo sin donaire; albatros armoniosos, calandrias gualda y ébano de elaborados nidos, cardenales de púrpura, luises agoreros, piticueses, cernícalos, gorriones inestables y en fin, un caudal de vocingleras aves que alientan la majestad del tópico.

En plena jungla, los lagartos bostezan señoreando el pantano. Rastrea el mapache vulgar, grazna el búho visionario y lúgubre, reptan los mortales ofidios desde el coralillo, el tilcuate, la boa ratonera y el cascabel. Cabecean los garrobos soñolientos al amor del ardiente sol; se ayunta los conejos prolíficos entre los pastizales, en tanto los venados alígeros, describen trayectorias en vértigo y las iguanas coreográficas, monstruos a escala de la fauna antidiluviana, caídas en desgracia, pespuntean el barrizal traidor y la arboleda en celo. A dicha hora, jadea la selva y su vaho estival rige la fecundación de las especies; el bilioso gato montés bufa iracundo, porque el jaguar de masculina estampa y admirados colores, baja presuntuoso a los aguajes. El puma con arrogancias dinásticas, aspira al cetro de la manigua y entre tanto, ronda cauteloso a las vacadas. De cuando en vez, una manada de furiosos jabalíes ahuyenta a las parvadas y la cucucha lanza su canto tristón a orillas de la laguna.

Después del Carrizal, el Espinalillo, el Bejuco, los Cimientos, el Zapote, Cacalutla, el Papayo, Alcholoa, el Ciruelar, Tomatal, Los Arenales: el de Alvarez, el de Gómez y el de la Máquina. San Jerónimo, Tecpan y antes Atoyac, Tenexpa, Nuxco, San Luis, San Pedro y San Luis la Loma, Papanoa, Coyuquilla, Juluchuca y Petatlán, desde donde señorea las Costas y Tierra Caliente el Padre Jesús de mirada brillante, sangrientas heridas y túnica de un amatista oscuro. A Petatlán, año con año llegan de todos los rincones de Guerrero, multitudes de fervientes romeros, para pasar ahí los días luctuosos de la pasión, no sin antes bailar como es tradición, al cruzar el Calvario y vaciar sus bules ruzumantes en la oquedad legendaria, de la mujer convertida en piedra.

Si la Costa Chica, hospitalaria y fecunda, dejando atrás San Marcos, sigue el camino de Nexpa, Cruz Grande, Marquelia, San Luis Acatlán, Las Mesas, Copala, hasta llegar dejando a un lado Ayutla, al pintoresco Ometepec, para colindar por Lo de Soto con el Estado de Oaxaca; La Costa Grande, después de Petatlán, llega a San Jeronimito, Agua de Correa, posiblemente con anterioridad y por lógica: Agua de Correa, posiblemente con anterioridad y por lógica: Agua del Correo; a inmediaciones de Zihuatanejo, Puerto natural de extraordinarios paisajes, como el de Ixtapa, isleta de playas luminosas; paraje predilecto de las aves marinas y de las guacamayas que en cantidad de fantasía, prenden al crepúsculo, el oriflama de sus policromías inefables. Luego, hasta Zacatula, que contempla el caudaloso desembocar del Balsas y marca los límites de Guerrero y Michoacán. Estos son, digamos a vuelo de pájaro, los quinientos kilómetros de la maravillosa costa guerrerense, que no admite paralelo alguno en el Continente Americano. (Acapulco en mi Vida y en el Tiempo).

Santa Lucía, enséñanos a saber contemplar con ojos de fe nuestra historia acapulqueña y a saber mirar reflejada en nuestra hermosa Bahía que lleva tu nombre, la riqueza inmensa del caminar de un pueblo diocesano que tiene su corazón metropolitano en Acapulco. Nos preparamos a cumplir 50 años de Diócesis y es bueno remontarnos a un pasado que está aún latente en el devenir de estas tierras y en el oleaje de esta agua.

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